En una época que reduce la literatura fantástica a puro entretenimiento, la obra de J.R.R. Tolkien resiste con una profundidad que sigue sorprendiendo. Y no por lo que dice explícitamente, sino por lo que calla de manera intencional. Quien se adentre en El Señor de los Anillos con sensibilidad simbólica, descubrirá algo más que espadas y elfos: encontrará una espiritualidad discreta, una nostalgia de lo sagrado.
El silencio religioso de Tolkien
Tolkien era un católico convencido, devoto de la misa diaria y lector de San Agustín, pero su obra carece de iglesias, sacerdotes o rituales litúrgicos. No hay cristianismo explícito en la Tierra Media. Sin embargo, como él mismo afirmó en una carta a un lector, “El Señor de los Anillos es, por supuesto, una obra profundamente religiosa y católica; inconscientemente al principio, pero conscientemente en la revisión.”
Este silencio no es omisión: es estrategia literaria. Tolkien no quería que su mundo fuera una alegoría religiosa (como sí ocurre en Las Crónicas de Narnia de su amigo C.S. Lewis), sino una narración mítica que actuara por resonancia. En vez de presentar a Dios o a la Iglesia, ofrece imágenes arquetípicas: el mal como corrupción interior (el Anillo), la redención a través del sacrificio (Frodo), la providencia en lo pequeño (Gollum).
Aquí está la clave: la espiritualidad de Tolkien no se manifiesta en formas religiosas institucionales, sino en una teología implícita, una visión tradicional del mundo donde el bien y el mal no son abstracciones morales, sino fuerzas cósmicas que se juegan en lo cotidiano.

La cosmovisión tradicional y su nostalgia contemporánea
Gonzalo Rodríguez, en la entrevista que da origen a este artículo, habla de tradicionalismo tolkieniano para referirse a esa forma de mirar el mundo donde la historia no es solo sucesión de hechos, sino símbolo. En esta visión, el héroe no lucha por la victoria, sino por restaurar el orden. No busca el éxito, sino la virtud (areté). Y ese orden perdido —llámese Reino, Dharma, Tao— es lo que todo mito intenta recuperar.
Tolkien, como otros autores con sensibilidad tradicional, no escribe desde la ideología sino desde el mito. Y el mito, al contrario de lo que el mundo moderno piensa, no es mentira, sino una forma profunda de verdad. Por eso El Señor de los Anillos no necesita predicar: sugiere.
En este sentido, la obra de Tolkien se emparenta más con textos como El Mahabharata, La Divina Comedia, El Cantar de los Nibelungos o incluso El Principito, que con el escapismo superficial de ciertas sagas fantásticas actuales. Hay en todos estos textos una visión trascendente del mundo, que choca con la mirada posmoderna basada en el azar, la ironía o el nihilismo.
Literatura espiritual sin religión
¿Es posible una literatura espiritual sin que sea explícitamente religiosa? La respuesta es sí, y Tolkien no está solo.
- Hermann Hesse, por ejemplo, en Siddhartha, propone una espiritualidad no confesional, pero profundamente orientada al silencio interior, al abandono del ego, a la armonía con lo real.
- Dostoyevski, aunque explícitamente cristiano ortodoxo, convierte cada novela en un escenario de lucha espiritual, donde personajes como el starets Zósima o el idiota Myshkin encarnan la posibilidad de una redención que el mundo moderno rechaza.
- George MacDonald, uno de los grandes precursores del género fantástico, consideraba que el cuento de hadas es la mejor forma de expresar las verdades espirituales más profundas.
- Incluso autores contemporáneos como Marilynne Robinson (Gilead) o Kazuo Ishiguro (Never Let Me Go) trabajan desde esa misma intuición: que la literatura no debe responder al mercado, sino al misterio.
La verdadera literatura espiritual no busca moralizar ni evangelizar. Busca devolver al lector el asombro. Y eso, precisamente, es lo que hace Tolkien.